lunes, 8 de junio de 2009

DERRIBO

Hace sol y apenas sopla el viento. Paseo por las calles del barrio marítimo, mientras la luz se eleva por encima de los tejados. Aunque no puedo ver el mar, lo adivino al final de las calles estrechas, donde el aire se tiñe de brumas azuladas. La brisa huele a salitre. Las casas del barrio, pequeñas edificaciones con estrechos balcones y ventanas enrejadas, adornan sus fachadas con azulejos de vivos colores que crean un ambiente alegre y luminoso. En las esquinas hay antiguas bodegas, donde los parroquianos acuden a tomar su primer carajillo de la mañana. Disfruto empapándome de la tibieza del aire y del grato silencio de esas horas de indolencia. Paso junto a un solar, sobre el que antes se alzaba una de las casas de pescadores. Ahora es sólo un pedazo de tierra desnuda por el que corre un gato entre guijarros. En la pared del fondo, que sigue en pie, se distingue el color desvaído de las estancias y el perfil afilado de una escalera. Huellas del pasado que provocan, al contemplarlas, una extraña sensación de pérdida y ausencia. Espacio vacío donde habitó, fugaz, la vida.

Tras el derribo,
los colores de viejas
habitaciones.

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